Cita



El momento de la verdad nunca llega, el momento de la verdad nunca se va.
Ramón Eder

domingo, 23 de noviembre de 2014

Cumpleaños (1ª parte)

Desde que salí de casa de mis padres he vivido en ocho pisos o apartamentos antes de este. Recuerdo el nombre de cada una de las calles pero sólo el nombre de un vecino, el presidente de la comunidad en la que vivíamos antes de mudarnos aquí. No es que haya olvidado los nombres de los demás vecinos, es que nunca llegué a conocerlos o a memorizarlos. Ahora es distinto. Conozco el nombre de la mayoría de vecinos de mi escalera (12 pisos) e incluso el de muchos vecinos que viven en otros bloques del residencial. Es lo que tiene la piscina comunitaria y el hecho de ser propietario y no un mero inquilino temporal.

El otro día me crucé con uno de los vecinos cuyo nombre conozco. También el de su hijo, que va al mismo colegio que Héctor, a un curso superior.
- Hola, ¿qué tal? - saludo a la vez me voy despidiendo con alguna frase intrascendente.
- Oye, una cosa. El domingo vamos a celebrar el cumpleaños de P. y queríamos invitar a Héctor. ¿Podéis venir?
- Sí, claro. - No estaba preparado para que invitasen a Héctor a un cumpleaños. No tan pronto. Al menos sé que se va a poner muy contento con la invitación, siempre se alegra cuando ve a este vecino, ya sea en la piscina, en el parque o camino del cole.
Intercambiamos números de teléfono, por si surgiera algún imprevisto, y nos despedimos.

Faltan cinco días para el cumpleaños de P. y tenemos una tarea: comprarle un regalo. Me parece ridículo comprarle un juguete a un niño que no conocemos sólo porque ha invitado a Héctor a su fiesta de cumpleaños. Una invitación que, por otro lado, podría no haberse producido de no habernos encontrado casualmente en el portal. En mi opinión, asistir a la fiesta de cumpleaños de un amiguito es el mejor regalo que le puedes hacer porque sin invitados no hay fiesta. Asistir al cumpleaños es, en el fondo, regalarle una parte de la fiesta al homenajeado. Es un gran regalo y debería ser el único regalo. Pero sé que casi nadie piensa así y también sé que esta familia espera que los invitados acudan con algún regalo y sería una descortesía aceptar la invitación e incumplir esta regla no escrita (que son las más coercitivas de todas, precisamente por no estar escritas).

¿Qué le compramos a P. si no sabemos nada de sus gustos? ¿Y qué presupuesto destinamos al regalo? Un detalle, que no cueste mucho ni ocupe mucho pero que resulte atractivo. Algo que a Héctor le hiciera ilusión que le regalaran. ¡Un cuento! Aprovechamos que está la feria del libro de ocasión para comprar un cuento precioso por cinco euros. A Héctor le compramos otro parecido. Sonia lo envuelve con un papel de regalo de superhéroes que teníamos en casa. ¡Qué buen regalo! ¡Qué suerte hemos tenido!

La fiesta de cumpleaños se celebraba en un parque público situado en otro barrio. Héctor y yo llegamos puntuales (Sonia y Pedro se quedan en casa), es decir, llegamos los primeros. Cuando P. nos ve, corre hacia nosotros:
- ¡Héctor, Héctor, Héctor! - grita al acercarse. Y yo me alegro de haber venido a pesar de mis reticencias.
- Héctor, ¿me has traído un regalo? - Ay, si yo te contase.
- ¿Qué es? ¿un videojuego? - Frío, frío.
Justo cuando Héctor le entrega el regalo llegan otros niños invitados a la fiesta. Son todos vecinos del residencial y vienen corriendo abrazados a grandes paquetes. P. devuelve a Héctor el regalo sin abrir y acude al nuevo reclamo. Se oyen los gritos de los niños:
- ¡Esto cuesta 100 euros! - Presume uno al hacer entrega de su paquete. Miro a Héctor, que no sabe qué hacer con el regalo devuelto, y pienso que la tarde se va a hacer larga y que mis peores expectativas se van a cumplir.
Cuando me acerco a donde están los niños alucino con los regalos que han hecho. Un helicóptero eléctrico, una caja grande con clicks de playmobil (no alcanzo a distinguir el tema)... todos regalos no de 100 euros, pero sí de 40 o más. ¡Hay tal cantidad de regalos caros! Si añadimos los regalos que le habrán hecho a P. sus padres y demás familiares, puedo afirmar sin error que P. ha recibido en un día más juguetes de los que acumula Héctor en cuatro años de vida.


El resto de la fiesta es un déjà vu del verano pero sin piscina. Los adultos formando el corro vecinal (a ver quién es la guapa que consigue que su marido la acompañe a primark un viernes por la tarde - y qué es primark, me pregunto yo sin abrir la boca) mientras los niños corretean sin ton ni son por el parque. Nos marchamos justo tras soplar las velas porque Héctor se encontraba mal. Había empezado a encontrarse mal antes del cumpleaños pero cualquiera lo dejaba sin su primera fiesta (primos aparte). El lunes y el martes no pudo ir al cole.

Continuará...

La piscina comunitaria

Vivimos en un residencial con piscina comunitaria. Nosotros la frecuentamos muy poco ya que pasamos gran parte del verano fuera de Córdoba y, cuando estamos en casa, solemos ir a bañarnos a otra piscina a la que acuden mis padres y mi hermana. Cuando bajamos lo hacemos a instancias de Héctor. "Papá, hay niños en la piscina", informa insistente con la cara pegada a la ventana del salón, desde donde tiene una vista privilegiada. "Sí papá, hay dos bebés en la piscina pequeña y tres niños y una niña en la piscina grande" detalla antes de rematar "papá, ¿vamos a la piscina?".

Son pocos los vecinos sin niños que bajan a la piscina comunitaria. Sólo recuerdo a dos, un vecino y una vecina que viven solos y que parece no molestarles en exceso el bullicio infantil. Tampoco hay adolescentes ni gente joven. Sólo hay hombres y mujeres de entre treinta y cuarenta años con sus críos pequeños. Las madres se sientan en sus butacas y forman un corro en el que se tiran horas y horas charlando y bromeando. No se bañan ni por recomendación. Así haga cuarenta grados. Los padres sí se zambullen de vez en cuando pero terminan integrándose en el corro de butacas. Nunca he visto a una madre o a un padre jugar con sus hijos. Los adultos en su corro y los chavales a corretear libres por el ridículo espacio de césped que rodea a la piscina.

Sonia y yo somos los raros. Saludamos y nos colocamos a una distancia lo suficiente como para no escuchar la conversación circular. En cualquier caso, da igual donde nos coloquemos porque apenas estamos en el césped el tiempo de quitarnos las camisetas, darnos una ducha y meternos en el agua. Y lo que es más raro todavía, pasamos todo el tiempo jugando con Héctor.

Eso era antes. Este verano hemos bajado sólo una o dos veces los cuatro. Habitualmente uno (Sonia) se quedaba en casa con Pedro y el otro (yo) bajaba para que Héctor se diera un baño. Nada más bajar, Héctor, se aproxima a los niños de su edad para jugar con ellos, pero más pronto que tarde viene a buscarme para que juegue con él. No me extraña porque los vecinos no juegan a nada. Son muy pequeños y no están acostumbrados a jugar solos. No tienen imaginación, o al menos eso es lo que me parece observándolos. Ni siquiera se comunican entre sí. Están juntos pero es como si cada niño estuviera solo.

Me alegra de que Héctor sea diferente y al mismo tiempo me inquieta. Yo estoy acostumbrado a ser raro pero no me gustaría que mi hijo fuera raro ni se sintiera así. Lo que me gustaría es que los demás niños fueran como Héctor. Insisto en que juegue con los vecinitos pero temo que un día me pregunte: "¿Y tú por qué no te sientas con los demás papás?". Porque me aburren. Prefiero mil veces estar solo antes que en el corro vecinal. Y prefiero jugar con Héctor antes que estar solo. Pues eso mismo. Al final jugamos los dos y nos lo pasamos pipa. A veces algún que otro niño se une a nuestro juego y me retiro a un discreto segundo plano. Salgo siempre de la piscina con la sensación de ser un perro verde pero con el alivio de pensar que Héctor todavía no nota ni le afecta esa diferencia.

Alguna vez he bajado solo a última hora de la tarde, cuando ya no queda nadie dentro del agua, para darme un baño relajante. Al final del verano, estaba haciendo el muerto cuando cayó una pelota a mi lado. Se acercó un niño de la edad de Héctor a pedírmela. Se la devolví y la tiró al agua otra vez.
- ¿Jugamos?
- No. Estoy descansando.
- ¿Por qué tu hijo siempre está jugando contigo?
- Porque le gusta.
Y adopté nuevamente la postura de muerto para dar por concluida la conversación.

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